Tenue el silencio, orlado de súplicas, iba disolviendo el instante con esas miradas temerosas que seguían de un lado a otro al viejo comandante, mientras éste recorría las filas haciendo sonar sus botas lustradas…

No volaba una mosca, porque seguramente se oiría el zumbido en medio de aquél silencio sepulcral…

Los soldados esperaban la muerte, para ello habían sido preparados y, en medio de aquella espera, se oía el trajinar de esas botas brillantes, como nuevas, que hacían sonar con firmeza, los pasos sin embargo débiles de aquél anciano…

El viejo comandante, metido en su guerrera de revolucionario o de fajina, subía las escalas y la tropa aguardaba en silencio las instrucciones... Los soldados, estáticos, firmes, inmutables... permanecían en una quietud solemne, mientras el sudor corría por sus pieles, haciéndoles cosquillas, mientras los mosquitos zumbaban en sus narices, les picaban y sólo lograban arrancarle muecas imperceptibles.

El Comandante ya estaba en la cima, había subido con cierta dificultad aquellas escalas que lo llevaban a una suerte de púlpito. Le costaba llegar arriba, pues a medida que se acercaba se iba convirtiendo en piedra… Ya… ya estaba arriba, con sus dos pies anclados en la superficie del púlpito… Crujía a medida que se llevaba la mano a la sien, para saludar a la soldadesca.

Todas las manos, metidas en guantes blancos, se alzaban sincronizadas , unívocas, como los martillos en la caja de un piano cuyas teclas se hubieran apretado todas juntas. El comandante ya no era el comandante, era una bella estatua de roca que evocaba su dureza, su crueldad.

La máquina de guantes blancos retiró el saludo, hizo un giro enérgico y sincronizado, dándole la espalda a la estatua y se retiró del lugar, haciendo oír sus taconeos voluminosos y progresivos en dirección a las cuadras…

El Comandante se había retirado de sus propias filas para convertirse en piedra; los soldados esperarían como autómatas una orden que jamás llegaría, ingenuamente soñaban, un día estos, poder convertirse en piedra como él.

LV.




La Estatua de Fidel

 

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Cuenta la historia que un grupo de intelectuales de Buenos Aires se reunieron en un café literario de la calle corrientes para crear un monstruo.
Otras versiones de la mima historia dicen que Luis Virgilio es el invento de un intelectual con nombre y apellido. Poco sabemos sobre él, salvo que su obra existe. Nosotros, en un esfuerzo por tratar de descubrir, a través de su obra, que este autor realmente existe, que no es un invento, sino, por el contrario: una creación (como todos nosotros) te invitamos a descubrirlo

"Huevos Poetas"
Una Huevada que le gustó a Luis Virgilio
 

 

 

 

 

 

 

 

 

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